La estrella aún sigue firme, él da un suspiro.
Pasan unos minutos y parpadea la estrella. Él comienza a temer, el final de la estrella esta cerca y es inminente… su escamondada mano va inmediatamente a parar a su corazón, también parpadeante.
Recuerdo de ella sus sonrisas, sus ojos bicolores y su aliento. Tenia la mirada afilada y melena dorada. Una dulce princesa de corazón ocupado por inerte ceniza, ceniza que hacia de su vida un lugar gris apagado.
Cuan diferentes eran su esplendoroso exterior de su lúgubre interior, y sin embargo me enamoré perdidamente de ambas partes, pues en su totalidad formaban a mi princesa, aun a sabiendas de lo peligroso que resultaba enamorarse de una Cenicienta, me era imposible evitar darle rienda suelta a mis emociones.
Si, ella era una Cenicienta. Su vida en parte la llenaba, pero la aburría, y la única manera de sentirse viva y mejor con ella misma era sentir la necesidad de alterar su rutina abandonándose a sus emociones primarias, y por tanto, emocionales a partir de cierta hora del día. ¡Qué suerte tuve de conocerla en uno de esos momentos!, momentos en que se fijó en mí y se enamoró. Quizá más de lo que yo representaba para ella que de mí mismo.
Conmigo podía palpar el amor, presente por todas partes. Se sentía por fin princesa y se mostraba soñadora. Conmigo se permitía el lujo de soñar y le enseñé a capturar momentos para tenerlos siempre cerca y nos aporte calor en momentos de frialdad.
Pero su corazón tiznado, por mucho que intentase limpiarlo, persistentemente quedaba ese maldito color gris que lo impregnaba, esa… ceniza. Siempre estaba presente a pesar de todo. E incluso a ella le incomodaba no sentirla después de haberla tenido por tanto tiempo adherida a su corazón. Para bien o para mal, no quería deshacerse de ella. Y eso me envenenaba poco a poco.
Por mi parte, eternamente enamorado. Luchaba contra todo el gris de su vida, coloreaba por doquier, iluminaba sus recuerdos futuros y me encargaba de que sonriera cada noche relatándole historias para alegrarle los sueños. Menudo testarudo fui, aun a pesar de saber la batalla perdida desde un principio, aun a pesar de conocer la imposibilidad de vencer al corazón de una Cenicienta persistí hasta caer exhausto, cansado de batallar armado solo con un medallón y una estrella.
Al final, y como era de esperar, volvía a amanecer, y Cenicienta regresaba a su rutina. Ya no era su hora de amar ni de sentirse amada. Era su hora de llenar aún con más ceniza su corazón, tiñendo todo mi trabajo hecho hasta entonces, todo el color, hasta dejarlo como siempre estuvo. Impecablemente gris, impecablemente necesitado.
Definitivamente peligroso el corazón de una Cenicienta.
Ya no hay estrella. Ya no hay testigo de la existencia de un amor que tuvo lugar. Ahora podría ser más sueño que realidad. El viejo, dolido, cierra los ojos. No hay lágrimas, su alma llora bastante por los dos… la ceniza ahora inunda su corazón.
Mauricio Folk
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